Era verano, acababa de llegar a ese pequeño pueblo costero y situarme con mi familia en la casa de la bahía. Tras ordenar un poco mis cosas, salí a dar un paseo por la playa como cada verano. Hacía calor, pero el cielo estaba encapotado por una espesa niebla que apenas dejaba ver. Los primeros pasos sobre la arena blanca y suave me hicieron estremecer y el sonido de las olas rompiendo en la orilla seguí siendo relajante. Según me iba acercando al puerto podía distinguir más intensamente el olor a sal que quedaba entre las rocas salientes. En lo alto, seguía el faro abandonado donde yo pasaba los largos días con él. Me paré y me senté sobre la arena y empecé a dibujar garabatos en ella. Cuando levanté la mirada hacia el horizonte, divisé algo con dificultad. Era un pequeño velero que se aproximaba a la costa. Me sacudí la arena y me acerque rápidamente a la orilla. Era él, no podía creérmelo. No se había marchado de allí como me dijo, así que casi sin pensar, me quite de golpe las sandalias y me sumergí en el agua. Me recogió con su velero y en el instante que me ayudo a subir, me clavó, como cada verano, sus ojos azules. Una vez arriba, me cogió las manos y me sonrió, y yo, pude notar como el corazón se me paraba en seco. Sabía que aquello iba a significar algo más y que solo iba a ser el principio de una nueva historia de verano.
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